OLGA TAMAYO

 

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En el 40 aniversario del Museo Tamayo y comoreconocimiento a las mujeres promotoras del arte. Ahora que se cumple el 40 aniversario del Museo Tamayo, con una magnifica exposición, conviene […]

"Retrato de Olga", obra de Rufino Tamayo (1964).
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febrero 23, 20222

 

Ahora que se cumple el 40 aniversario del Museo Tamayo, con una magnifica exposición, conviene tener muy presente el papel de la esposa de Rufino, quien, además de ser el icono de varios retratos que el pintor hizo de ella –algunos acompañados de sus célebres sandías– fue la mejor promotora del artista y supo colocar la obra en las grandes colecciones institucionales y privadas.

Olga Flores Rivas se hizo cargo de resguardar la memoria documental de la trayectoria de Rufino conservando materiales como periódicos, documentos, grabaciones de audio y películas que ahora constituyen el Archivo Tamayo. Junto con su pareja integró la colección de más de 850 autores internacionales, como Picasso, Henry Moore, Wilfredo Lam y Roberto Matta, que ahora constituyen la colección del museo.

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Olga Flores Rivas y su esposo Rufino Arellanes Tamayo.
 

Tuve la oportunidad de conocer a los Tamayo en sus frecuentes visitas que hacían mis padres, el arquitecto Abraham Zabludovsky y su esposa Alinka, quien también fue promotora de la obra de su consorte, pero con un estilo suave y cautivador que era totalmente distinto al de Olga.

De hecho, como consta en uno de los documentos que se exhiben en la actual exposición, fue precisamente la arquitectura de mi casa la que inspiró a Rufino Tamayo a solicitar el proyecto del museo a mi padre.

Los Tamayo también acudían a las exposiciones que es llevaban a cabo en la Galería Merkup en las calles de Moliere en Polanco; fundada y dirigida por mi abuela Mer Kuper, y de la cual mi madre también fue una incansable promotora.

Recuerdo con cariño y admiración a Olga y Rufino; las interminables jornadas para planear el museo (que mi padre diseñaría con el arquitecto González de León) y luchar a los que, durante años, se oponían a su construcción en Chapultepec. Los Tamayo insistían con razón, el recinto tendría que estar en un lugar céntrico para aprovechar el flujo de gente en el bosque y que el público pudiera asistir con facilidad.

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Interior del Museo Tamayo Arte Contemporáneo.
 
Unos años después, también estarían muy activos en la planeación de la Casa Hogar Los Tamayo, una residencia para la tercera edad que mi padre diseñó en la ciudad de Oaxaca. Inaugurado en 1985, este centro asistencial aun brinda sus servicios a la población del lugar. Personalmente, estas dos obras arquitectónica –menos monumentales que otras creadas por AZ– son mis favoritas y donde más acogida me siento.

Como muchas mujeres de su tiempo que adoptan una actitud promocional directa y práctica, Olga tenía mala fama: decían que era “malévola”, la comerciante de la obra de su marido que se encargaba de elevar los precios y regañarlo si él hacia un regalo o le bajaba al valor comercial de sus cuadros. En realidad era una mujer   directa y auténtica con una personalidad única. Como peinado, un perene chongo rígido que parecía estar hecho con el intento de contener su carácter, pero a ella no la contenía nada ni nadie. En un mundo regido por la autocontención, los modales refinados que –como lo señala el sociólogo Pierre Bourdieu– otorgaban un rango social y “distinción” en el mundo del arte. Olga tenía una personalidad original e irreverente que le permitía decir lo que se le antojaba. Las críticas de los otros despertaban en mí la mayor solidaridad y simpatía.

Durante mucho tiempo tuve un contacto lejano a través de mis padres. Sin embargo, creo que da alguna forma percibió mi buena opinión y atracción hacia ella. Quizá por eso, cuando estuve en una de las peores épocas de mi vida, se mostró cercana y solidaria. Me paseó por su camino en forma de U con una colección de plantas seleccionadas por ella que enmarcaban el jardín de su casa en la Colonia San Angel Inn.

Me acercó a sus perras-hijas, Pepa y Pili, para que me reconfortaran y me invitó a sentarme en una esquina de una habitación donde secretamente se podía ver el estudio de Rufino (al quien ella siempre se refería por su apellido) y observar, desde un punto estratégico, al genio pintando.

El contenido presentado en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no necesariamente representa la opinión del grupo editorial de Voces México.
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