MUJERES.

No, no somos iguales.


Al menos, en mi opinión. Somos distintos y nos complementamos para hacer del todo una unión increíble y, si bien no siempre, muchas veces perfecta.      Lo ridículo, sin duda, es que haya quien piense, por cualquier motivo o en cualquier ámbito de la vida, que una mujer es “menos” que un hombre.


Nunca entendí, ni entenderé por qué.


En mi opinión la cosa sería, si acaso, al revés.


La primera mujer que marcó mi vida, sin duda, fue mi madre.


Una mujer increíble. Un ser humano maravilloso, en todos sentidos. No voy a detenerme siquiera a hablar del hecho de que ella me trajo al mundo, como a todos, absolutamente todos los que habitamos este planeta. A todos nos cuida, nos alimenta, nos ayuda a desarrollarnos y finalmente nos trae al mundo una mujer. Pero dejemos eso de lado.


Quiero hablar de muchas otras cosas con las que yo crecí de cerca en casa. 

Quiero hablar de mi mamá.


Mi mamá nunca, jamás, faltó a su papel de madre cariñosa, presente, “administradora” líder del hogar y demás clichés de esos que a tantos les encanta pensar que son “las obligaciones de una mujer”.
Nos llevaba a la escuela, nos compraba la ropa, nos revisaba las tareas, nos cuidaba cuando nos enfermábamos y, por supuesto, nos educaba. A mí y a mis cuatro hermanos. En mi caso, particularmente, crecí siendo un fanático del futbol. Vivía para jugar al futbol. Entrenaba 2 veces por semana y jugaba otras 3, en equipos distintos. Y contrario a lo que pasa en muchas familias, era mi mamá la que me acompañaba a los partidos, me echaba porras, me decía si había jugado bien o mal, me apoyaba y me corregía. A mi mamá le encanta el futbol. Con ella hablé siempre más de futbol que con mi papá, a quien los deportes le daban mucha hueva. Mi mamá organizaba todas las cosas del equipo y no faltaba jamás a un partido, como tampoco faltaba a un festival, una obra, a nada que tuviera que ver con nosotros.


Y lo más increíble de todo esto que platico, es que mi mamá lo hacía mientras, además, trabajaba. Todos los días. De lunes a sábado. No, no porque lo necesitara hacer, afortunadamente, sino porque lo disfrutaba.                            Y lo sigue haciendo. Hasta el día de hoy. 


Podría escribir todo un post solamente con esa historia, pero por ahora lo describiré de la manera más simple que puedo.


Mi madre perdió a su padre UN DÍA ANTES de su graduación. Sí. Un día antes de recibir (con mención honorífica) su título profesional como QFB (Química Farmacobióloga). Mi abuelo murió súbitamente, dormido en su cama a los 52 años y dejó a mi abuela viuda y con tres hijos. Valga decir también que mi abuela, en ese entonces, no se quedó llorando desamparada sino que se puso a trabajar como maestra en un kinder del que después se convirtió en dueña: The English Kindergarden, en la Colonia del Valle. Mismo kinder en el que trabajó activamente hasta los 80 años. Mi abuela no se volvió a casar y sola, como pudo, sacó adelante a su familia, trabajando todos los días, feliz. Mi madre, la mayor de los tres, tuvo también que empezar a trabajar apenas terminó su carrera para ayudarle a sostener a la familia. Dos mujeres, sacando adelante a dos hombres, mis tíos, más chicos que mi mamá.
Y así sigue trabajando desde entonces. Abrió su propio laboratorio de análisis clínicos y desde que tengo memoria trabaja y es feliz haciéndolo. Como también es feliz ejerciendo su rol de mamá gallina y abuela cariñosa con sus 16 nietos.


Para mí, entonces, siempre fue normal ver a una mujer exitosa, trabajadora y plena profesional y personalmente en casa. Como también fue normal ver a una pareja en la que ambos, ella y mi papá, eran un equipo. Nunca vi diferencia alguna. Para mí, mis papás hacían lo mismo. Y los veía siempre con exactamente los mismos derechos, las mismas responsabilidades y los mismos objetivos. Jamás vi a mi papá hacerla menos, ordenarle nada ni tratarla sin respeto. Jamás. Ni una sola vez en mi vida. El machismo en mi casa no existió jamás y la educación que recibí fue muy simple: TODOS somos iguales.


En mi núcleo familiar más cercano están también mis dos hermanas. Ambas, mujeres increíbles de las que me siento muy orgulloso. Una, doctora. La otra, psicóloga. 


Marta, la doctora, se divorció hace más de 20 años y para no ahondar demasiado en lo que pasa en la inmensa mayoría de los divorcios, digamos que se quedó sola, con cuatro hijos, sin tener precisamente “un gran apoyo económico” para sacarlos adelante. Pero lo hizo. Vendiendo de todo, ayudando en todo, organizando todo. Asegurándose, siempre, de que a sus hijos no les faltara ni les falte nada. Con una fortaleza de espíritu y una alegría por la vida que le he conocido a muy pocas personas. Además de sacar adelante a sus hijos, se dio tiempo de rehacer su vida. Encontró una pareja maravillosa y ha educado a cuatro grandes seres humanos, todos con una carrera profesional pero, sobre todo, con unos valores increíbles.


Gaby, la psicóloga. Brillante. Quizás la mujer más valiente que he conocido en mi vida. Decidió ser madre y lo hizo. Madre soltera, de dos niños increíbles a los que está criando sola. Trabaja, estudia, tiene maestría, doctorado, dicta conferencias, escribe y se da tiempo para educar a sus hijos y darles todo el cariño del mundo además de que, por supuesto, no les falte nada, nunca. Lo hizo sola. Por decisión propia. Cosa que dudo mucho, muchísimo, que algún hombre pudiera hacer. Mi hermana no necesita ni ha necesitado nunca de ningún hombre, ni de nadie, para tener éxito en la vida.


Paso ahora a la familia que yo tuve el privilegio de formar. 


Diana, la madre de mis hijos. Para decirlo rápido y fácil: estoy absolutamente seguro de que yo no habría podido lograr ni la mitad de las cosas que he logrado en mi vida, de no haberla tenido como compañera en el trayecto. Y no, no estoy hablando de que “detrás de un gran hombre hay una gran mujer” porque ella nunca estuvo detrás. Más bien siempre a mi lado y si acaso muchas, muchísimas veces, delante mío. Apoyándome en todos los proyectos que decidí emprender, aconsejándome, dándome confianza en mí mismo, bajándome a tierra cuando fue necesario y, sobre todo, dándome la seguridad de que mis hijos no podrían haber tenido una mejor madre.


Me cuesta trabajo pensar qué hubiera hecho sin su apoyo, qué hubiera logrado. Me cuesta trabajo pensar dónde estaría hoy. De lo que estoy seguro, es de que no estaría tan satisfecho ni tan realizado ni hubiera alcanzado tantas cosas.


Ella me enseñó a nunca perseguir el dinero, sino a trabajar haciendo lo que me gusta. Me apoyó económicamente cuando mi ingreso no era suficiente para vivir. Como me apoyo moralmente cada vez que rechazaba una oferta económica mejor con tal de seguir haciendo lo que me gustaba en el lugar que me gustaba. O cuando decidí dejar la seguridad de un gran salario y prestaciones corporativas para perseguir el sueño de fundar mi propia agencia sin tener ni puta idea de si me iría bien o no, con cuatro hijos (a ellos sí) que “mantener”.


Como lo vi suceder con mis padres, para mí la vida en pareja, durante todo el tiempo que dure, e independientemente de si uno o ambos “trabajan”, es un proyecto en equipo. Un proyecto con dos socios responsables al 50% de su éxito o fracaso. En lo económico, en lo personal, en lo profesional, en cualquier aspecto. Cada quién hace lo que le corresponde y es eso lo que genera los resultados. Nada tiene más, ni menos valor. Ninguno es “jefe del otro” ni tiene más poder.  No se trata de “yo trabajo y traigo el dinero y tú te quedas en casa a cuidar a los niños”, si fuera el caso.  Mucho menos de “yo te mantengo y  entonces si quiero y se me pega la gana te doy algo”. Esas, para mí, son estupideces. Inseguridades, egoísmo. No encuentro otra forma de describirlo. El matrimonio, la vida en pareja, es un proyecto al que ambas partes suman. Mucho más, cuando se tienen hijos. Lo que hace una mujer cuando decide dejar su desarrollo profesional para educar a sus hijos y sacar adelante a una familia es un trabajo que vale y mucho. Muchísimo. No creo que haya un sueldo que lo pueda pagar con justicia. Bastaría con que los hombres que me leen hagan cuentas y calculen cuánto tendrían que pagar por todo ese trabajo si piensan que “mantienen a sus parejas”. Nada más estúpido que pensar que “mantienes” a alguien.


Hoy gracias a ella, tengo la enorme fortuna de ser padre de cuatro hijos maravillosos. Lo mejor que me ha dado y me dará jamás la vida. Veo la clase de personas en las que se están convirtiendo y no podría estar más orgulloso, más satisfecho y más realizado. Lo único que me pesa es no poderlos ver tanto como quisiera, pero eso me confirma también que el que yo tenga una familia tan increíble es, en muy buena medida, gracias a ella, aun estando yo ausente mucho tiempo.Y eso no lo paga ni todo el dinero del mundo.


Entre esos cuatro hijos maravillosos, hay una mujer. Ximena, la mayor. No voy a hablar aquí del amor que un padre tiene por una hija porque es obvio. Pero sí de la clase de mujer que es mi hija. La persona con más luz, con más energía y con más carisma que he conocido. El ser más bondadoso, entregado, positivo y bueno con el que me he cruzado en la vida. Xime simplemente ilumina todo lo que toca. Todo lo hace brillar. Y lo hace con una naturalidad que me impresiona y me sorprende todos los días. No hay persona que la conozca que no lo note. Que no me lo diga. No hay persona que la conozca y que pueda no quererla. Está empezando su vida profesional y estoy seguro de que logrará todo lo que se proponga. Xime es de esas personas que vinieron a hacer un mundo mejor.


Mi familia extendida. Mujeres fantásticas. Primas “muegano”. Todas ayudándose a todas con una precisión impresionante. Todas poniéndole el hombro a la otra, apoyándola, procurándola. Todas, capaces de hacer lo que sea por las demás.


Mi querida Pachy. Una mujer ejemplar, única. La vi muy de cerca apoyar, ayudar y cuidar a mi mejor amigo durante más de tres años por una enfermedad terrible que nos lo acabó quitando. Ella siempre al frente, jalándolo cuando había que jalarlo y empujándolo cuando había que empujar. Siempre fuerte, determinada, buscando cualquier cosa que pudiera mejorarlo un poco y haciendo que sucediera. Administrando los seguros, el dinero, los tratamientos, hablando con doctores, buscando alternativas, educando a sus hijos, apoyándolos, todo, con una actitud siempre alegre, siempre positiva, siempre feliz y, lo más impresionante, haciéndolo muy feliz a él. Hasta el último día, hasta el último segundo. No me alcanzaría la vida para agradecerle lo feliz que hizo a Lalo, desde el día que lo conoció, hasta el último instante de su vida. Cuando se fue, Lalo me encargó muchísimo que viera por ella y por mis sobrinos, Pacho y Dany, que también son como mis hijos. Me pidió que los cuide siempre, que los apoye y los ayude, cosa que haré siempre, encantado. Viendo como Pachy ha re armado su vida, la determinación con la que la está enfrentando y la fortaleza que tiene,  viendo a mi querido Pacho, cada vez más parecido a su padre, con toda esa inteligencia y, por supuesto, viendo también a mi querida Dany, una mujer independiente, segura, determinada y con metas y objetivos claros, mi labor de “cuidarlos” es y será siempre muy fácil.


Mis sobrinas. Mujeres jóvenes, hermosas por dentro y por fuera. Les ha tocado vivir cosas muy duras en estos últimos cuatro años. Cosas que mujeres de su edad no deberían estar viviendo. Y lo hacen también con una una madurez digna de admirarse. Todas estudiando una carrera, algunas ya un postgrado, otras ya trabajando, seguras de lo que quieren en la vida y en camino a conquistarlo, con o sin pareja. 


Una de ellas, muy especial, mi querida Majo. Una mujer que antes de cumplir 25 ha tenido que aprender a luchar contra el cáncer y lo hace con un ánimo y una entereza impresionantes. Solo verla y ver cómo lo enfrenta me hace estar seguro de que saldrá adelante y tendrá esa vida tan feliz que tanto sueña. De nuevo, una mujer con la fortaleza que jamás le vi a un hombre de su edad. Vale la pena, “anuncio aparte”, que si te interesa la sigas y leas su blog ( http://goodbyefrantz.com ). Es una lección de vida y de cómo salir adelante. Vas a aprender muchísimo.


Dejo aquí a la familia, para escribir un poco sobre algunas de las muchas mujeres maravillosas con las que he tenido la fortuna de trabajar.
El primer jefe que tuve, la persona que me dio mi primer oportunidad laboral, la primera que confió en mí cuando era todavía un estudiante que no tenía idea de lo que es la publicidad, fue una mujer: Lourdes Lamasney.


Otra mujer fantástica, admirable en todos sentidos. Segura, creativa, buena líder y con mucho, muchísimo más valor que la inmensa mayoría de los hombres que he conocido laboralmente. Acertada para detectar las grandes ideas y valiente para defenderlas. A Lourdes le debo mucho de lo que aprendí cuando arrancaba en publicidad. Entre otras cosas, el siempre perseguir aquello que te propones hasta lograrlo. La vi convertirse en la primer Presidenta del Círculo Creativo, la vi ser una de las lideres creativas más premiadas y prestigiosas de la industria, la vi enfrentar a cualquier tipo de clientes, hombres, con seguridad y firmeza. Nunca olvidaré cómo se paró en una junta a presentar una campaña de Nintendo a unos clientes japoneses que no la miraban siquiera por “ser mujer”, en fin. A Lourdes la vi haciendo muchas cosas, entre otras dejar la seguridad de un puestazo para perseguir su sueño de trabajar en Europa e irse como “redactora” a Casadevall Pedreño, una agencia icónica de la época que admiraba y en la que siempre quiso estar. Se lo planteó como una meta y no se detuvo un segundo hasta que lo alcanzó.


En aquel entonces, por cierto, los tres directores creativos de Leo Burnett, una de las agencias más importantes y grandes de México, eran mujeres: Lourdes, Ana María Olabuenaga y Lucero Lara. Las tres siguen siendo exitosas hasta el día de hoy y las tres han tenido carreras brillantes.


Hay muchas, muchísimas más mujeres, amigas, conocidas, que quiero, admiro y respeto personal y profesionalmente. Todas, exitosas, felices, tenaces. Todas, mujeres que sobresalen en un mundo estúpidamente diseñado para que los “exitosos” sean los hombres. Tengo amigas que son CEO’s, otras, que han montado sus propias empresas, otras que se re inventan y vuelven a empezar y otras más que son clientas mías y que suelen, por lo regular, ser mucho más arriesgadas y estratégicas que los hombres cuando se trata de juzgar ideas. Muchas, muchísimas de ellas son, además, madres. Y en muchísimos casos, madres solteras, o divorciadas. Mujeres que no se cuestionan ni se lamentan “por qué les ha tocado vivir así” sino que más bien agarran su destino con ambas manos y salen adelante, salen siempre adelante.


Tengo también la fortuna de contar en el equipo de ( anónimo ) con muchas mujeres increíbles. Ale Ballesteros, por mencionar solo a una, me ha aguantado trabajando durante más de 15 años y es hoy un pilar fundamental en la agencia y en su operación y éxito. Trabaja como poca gente que haya conocido en la vida y de paso me hace trabajar a mí y me dicta lo que tengo que hacer. Encima se da tiempo de procurar a toda su familia. A sus papás y a sus sobrinos, que son su adoración. Estoy seguro de que sin ella la agencia, y yo en lo particular, seríamos un desastre. Está siempre para lo que se necesite y es la primera en preocuparse y ocuparse de que en la agencia las cosas estén bien. Es, de nuevo, una mujer dirigiendo una empresa y haciéndolo muy bien, muchas veces a pesar de mí. Nunca, jamás, me cuestionaría siquiera si ella o cualquiera de las otras mujeres increíbles que colaboran en anónimo deberían ganar “menos” que cualquiera de los hombres. Si pudiera, tendría a más mujeres en mi equipo. Son talentosas, organizadas, responsables y tienen una claridad y una energía que pocos hombres tenemos. Las puertas de mi agencia están siempre abiertas para cualquier mujer que quiera sumar su talento y pasión a lo que hacemos y nunca, jamás, las trataremos distinto ni les pagaremos menos dinero que a los hombres que ocupen la misma posición. Estoy seguro de que mientras más mujeres haya en anónimo, mejor nos irá. Y hablo de todas, en cualquier posición. Desde Ale, que dirige la operación, pasando por las directoras, supervisoras y ejecutivas de cuenta, las que trabajan en el departamento creativo, Maggie, que me asiste y me organiza la vida sabiendo el desastre que soy, Esme, que siempre, siempre está ahí para asegurarse de que no falte nada en la agencia, en fin, todas y cada una de ellas. Las que son mamás, las que dejan al novio plantado para terminar una presentación, todas.


Y, para terminar, antes de que acabe el “Día Internacional de la Mujer”, quiero hablar también de todas esas mujeres increíbles que, tras una separación, tras un divorcio, se quedan con el 100% de la responsabilidad de sacar adelante a tantas familias, a tantos hijos. Los hombres, me decía mi papá, a veces somos tan estúpidos, inútiles y miedosos, que nos damos la opción de abandonar la responsabilidad de ser padres cuando nos separamos de nuestra pareja. Pensamos que con cumplir con lo económico (en el mejor de los casos) es suficiente y nos olvidamos de todo lo demás. Y eso, vuelvo, en “el mejor de los casos” porque he visto, muy de cerca, a muchos que ponen toda su energía en ver cómo no hacer frente siquiera a lo económico, como si sus hijos pudieran crecer solos, por ósmosis. Como si tras un divorcio tus obligaciones y responsabilidades desaparecieran con él o como si esa mujer con la que en algún momento pensaste que compartirías toda tu vida, la madre de tus hijos, tuviera ahora que ser tu enemigo, tu némesis, alguien a quien dañar y hundir solo porque sí.


Las mujeres, en cambio, no. No lo hacen. No abandonan. No dejan a sus hijos ni deshacen sus familias, al menos no en la inmensa mayoría de los casos. Las mujeres siguen, porque no tienen opción. Pero sobre todo, porque saben querer y porque saben trascender.

Se re inventan, sacan fuerzas de donde sea, se las arreglan, trabajan, educan, triunfan en lo profesional y siguen siendo el pilar de sus familias. Las que deciden no tener familia son cuestionadas, enfrentadas, juzgadas porque “como no van a tener hijos si son mujeres” o “por qué son tan envidiosas y privilegian su carrera sobre la maternidad” y demás estupideces así pero nunca, jamás, se rinden. Es raro, si no imposible, ver a una mujer rendida, derrotada.

No, definitivamente no somos iguales. 

Ojalá algún día lo seamos. Ojalá algún día aprendamos de su fuerza, su determinación, su carácter y su forma de enfrentar la vida. Ojalá entendamos todo lo que les debemos, todo aquello por lo que tenemos que agradecerles. Y ojalá, por todas las mujeres de las que escribo aquí y por todas las demás, los hombres seamos lo suficientemente inteligentes como para dejarlas brillar, trascender, hacer lo que se les pegue la gana. Ojalá puedan vestir como quieran, andar por la calle sin miedo, trabajar en lo que quieran, ganar lo que merecen y llegar hasta donde se propongan. Ojalá no tenga que existir por siempre un “día de la igualdad” o “de la  mujer” porque esa igualdad exista y punto.

Mientras eso no suceda, ustedes seguirán siendo muy, muy superiores a nosotros, en todos sentidos.

Son todas maravillosas.  Son el motor del mundo y son sin duda capaces de conseguir cualquier cosa que se propongan. Lo son hoy, en el día de la igualdad, como lo son y lo serán siempre.

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