MADUREZ EMOCIONAL, CON UNA SONRISA DE TERNURA

El mundo de las emociones fue durante siglos una asignatura pendiente. Lo fue para las personas que participaron de la cultura occidental, cuanto menos. Y lo sigue siendo aún. A esto ha contribuido la conexión establecida con la moralidad y la religión. La mayor parte de los conceptos morales y religiosos que se nos han transmitido, en su forma popular y cotidiana, consisten en advertencias temerosas y condenatorias con respecto a los deseos. Se nos enseñó que la mayor parte de las emociones son malas o peligrosas porque escapan al control de la razón. Aprendimos a luchar con nosotros mismos, convencidos de portar o consistir en una parte buena y otra mala. Así dejamos de escuchar el pálpito del cuerpo, de comprenderlo, para filtrar sus impulsos a través de los tamices de diferentes credos, normas y dogmas, a veces contradictorios entre sí. Con el tiempo, hemos llegado a dudar íntimamente de nosotros mismos y a condenarnos, hasta extinguir nuestra voz. Hemos quedado a expensas de preceptos ajenos, que consideramos propios y presumiblemente buenos. Evitaré criticar, no obstante, los buenos propósitos que nos han sido transmitidos, seguramente, por parte de quienes de verdad nos querían y apreciaban; de quienes querían lo mejor para nosotros. De sus buenas intenciones no dudaré jamás, a pesar de habernos llenado de prejuicios y condicionamientos limitadores. Me propongo, en todo caso, reflexionar sobre sus efectos, directos o indirectos, y buscar alternativas prácticas.
Resulta sorprendente observar que frente al amor, la paz, la compasión y la fraternidad universal, conceptos predicados en una u otra forma por todas las grandes religiones, lo que verdaderamente vivamos en el día a día sea la sospecha, el temor, la incomprensión, la soledad, el odio y la violencia. Y no deben echarse las culpas tan sólo a la descreencia religiosa o espiritual, que amenaza nuestros días desde el nihilismo hedonista; desde el imperio del placer, caiga quien caiga.
La mirada ingenua del perfecto salvaje, del que nos mostró Rousseau, por ejemplo, se llenó de sombras. Se llenó de un lodo pantanoso y enfermizo. Y tal vez ocurriera, como dijo Nietzsche, cuando los sacerdotes, desde su más remota antigüedad de brujos y hechiceros, nos enseñaron a ver el mal, a dotarlo de existencia, donde sólo había naturaleza. Y nos llenaron el mundo de espíritus diabólicos. Pero tengamos cuidado para no caer en la misma trampa que tratamos de disolver; para no demonizar de nuevo nada ni a nadie.

Mi propuesta queda centrada en recuperar la sensatez de la ternura, en recuperar nuestra inocencia original, entre pacíficas sonrisas de confianza, para construir un mundo, pequeño o grande, que nos permita experimentar la felicidad de las pequeñas cosas; la sencillez de lo cotidiano. Propongo que recuperemos la inteligencia del corazón, entre un continuo fluir de sonrisas de ternura.

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