En mi entrega pasada comentaba del conflicto que se da entre las personas (como entre las sociedades) por causa del racismo o segregación. Y decía que éste se revela en nuestro país –aunque muchos lo nieguen– por las claras preferencias que en diferentes ámbitos se le otorgan a las personas con rasgos de tipo europeo desdeñando a aquellas con características físicas netamente nacionales. Lo vemos –decía yo– en la propaganda comercial así como también en ciertos gustos individuales y familiares. Las consecuencias de este hecho son graves porque nos crea una barrera mental igual a la que existe en cualquier persona con complejo de inferioridad.

Yo creo que deberíamos entender que no es el físico lo que hace a una gran persona o sustenta una valiosa personalidad. De alguna forma vemos ejemplificada la verdad de este hecho en una anécdota que se le atribuye a Einstein cuando una mujer –de rasgos considerados muy bellos– le propuso que concibieran un hijo para que heredara el físico de ella y la inteligencia de él, a lo que respondió: “¡de ninguna manera! ¿se imagina usted ese ser con el intelecto suyo y la belleza mía?”… Así, con esta manera de razonamiento –elemental– deberíamos empezar a fomentar entre nosotros mismos y dentro de nuestras familias que no está en la apariencia la genialidad. Y también quizás deberíamos empezar a combatir ese trauma de conquistados que es de donde nos nace la discriminación. Este trauma se nos formó en más de 500 años; ojalá no tengamos que requerir del mismo lapso para curarnos. Necesitaremos –pues– de muchísima educación y civismo y de un caudal informativo social e histórico incluso económico para comenzar a revertir esta realidad y podamos atribuirle a la imagen típica nacional –que sigue predominando en una buena parte de la población de México, particularmente en las regiones de antigua ocupación indígena– exactamente el mismo nivel de belleza, atención e importancia que cualquier otro fenotipo en nuestro país, y hacerlo en todos los ámbitos no sólo en el del folclor, la demagogia política o el anuncio turístico de cierto perfil. 

Ya en otra ocasión, en mis blogs para Retos Femeninos, he pedido auxilio a la creación literaria para intentar explicarme. En esta ocasión –como prometí en mi blog anterior– me voy a permitir hacer lo mismo porque creo que este tema del prejuicio y el racismo difícilmente puede tocar la sensibilidad de otro si no es con ayuda de algún personaje que nos cuente su propia historia. El siguiente relato –ya lo había dicho también anteriormente– lo escribí basada en una anécdota personal, real, a la que me di la licencia de darle ciertos chispazos de fantasía. Lo dejo ahora a la disposición de los amables lectores de este foro, esperando les guste:

Castillos de Arena

 

En Mérida, cuando tuve que estar ahí un tiempo por cuestiones de trabajo, fui a dar con una viejita que me adoptó. Llegué a su casa por un anuncio en el periódico: “Se renta cuarto amueblado para señorita MUY decente”. Pero nunca me dejó decir que había sido de esta forma como nos conocimos: “Podría pensar la gente que no tienes familia, “niñia”, y te podrían  faltar  al  respeto”  –me explicaba mientras me espantaba las moscas del plato, cada vez que comía con ella, a partir del día en que comencé a vivir en su casa. “Por eso mejor vas a decir que eres mi nieta, que viniste de México y que te vas a estar aquí conmigo. No vayas a decir otra cosa”. “Bueno” –decía yo. Total, no tenía nada que perder. Nunca había tenido una abuela y esa me gustaba.

 

Flaquita, flaquita se veía muy simpática, sobre todo por las tardes, cuando salía a tomar el fresco: cubierto todo su cuello de talco, recién bañada, con su abanico viejo, aventando el grueso calor para todos lados. Me invitaba a estar con ella, cada una en su mecedora, y me contaba sus cosas. Hablaba y hablaba sin parar. Su gran felicidad era que alguien la tomara en cuenta. Yo me percaté de ello y por eso empecé a aprovechar para echarme unas siestecitas mientras “la escuchaba”. Ella me veía ahí sentada a su lado y seguía relatándome. Entre sueños oía algo yo de un amor lejano, de un hombre con el que no había podido realizar su vida y que nunca había podido olvidar. Sentía sus silencios y a veces sus sollozos. “Era una sociedad muy dura –decía– no había forma de salvar diferencias. Mi papá no quería que anduviera yo con un “mestizo” porque los hijos me iban a salir igual, igual de “mestizos” y feos, decían mi padre y mi madre. Total que estos que tengo para qué me sirven, no me vienen a ver, ni me quieren. Decía mi familia que aunque la opulencia de otros tiempos se hubiera ido nos quedaba el orgullo de raza bien nacida, de antiguos hacendados, de gente blanca y bella… Me pregunto yo cómo hubiera sido mi vida con él. Cuántas veces nos hubiéramos ido al malecón de Progreso a ver la puesta del Sol tomados de la mano. Cuántas veces hubiéramos visto juntos florecer los flamboyanes. Cuántas veces lo hubiera oído a él tocarme la guitarra como sólo él sabía hacerlo. Recuerdo de qué manera me cantaba con su voz varonil y melodiosa. Sus canciones eran muy bellas, creo que nunca las registró. En una de ellas se comparaba él con una ola y a mí con la playa y juntos hacíamos castillos de arena o algo así. Y es que él decía que con sus letras me iba a hacer un castillo y que iba a ser muy rico y que mi papá iba a aceptarlo, pero nunca le llegó la oportunidad, y un día mi familia lo insultó muy feo, lo humilló. Yo tampoco supe defenderlo, pisé también mi castillo de arena… y la ola se fue, mi ola se fue para siempre y desde entonces he estado ahogada en la tristeza.” 

 

Y así terminaba su relato mientras yo lo disfrutaba adormilada. Cuando despertaba, procuraba hacerlo poco a poco fingiendo que no había estado dormida, nomás con-cen-tra-da. Después cenábamos: se preparaba su vaso de leche Nido. Cada día atascaba más de polvo el recipiente y fue precisamente por eso que noté que algo andaba mal. Una noche fue tanto el polvo de leche que echó que se le atoró en la garganta. “Échele agua” –le dije. Y me respondió que ya había vertido el líquido y no era cierto. En otra ocasión abrió el boiler y no lo encendió. Cuando llegué había una nube azul rodeándola. La saqué y tuve que ventilar todo. Un día se cortó muy feo la mano con la manija rota del refrigerador. “Quería sacar unas chinas –me dijo– para hacerte un jugo y me hice esta rajadita” Le unté alcohol, le puse una venda para que dejara de salirle sangre. Otro día ya de plano le hablé a sus hijos porque estaba estiradita en su hamaca, alarmantemente pálida. Vinieron y trajeron a un doctor. Había sido un paro de algo por lo que le dieron medicina y le recetaron cuidados especiales. Los familiares se estuvieron un rato (sus hijos eran –tal como lo habría deseado el abuelo– de piel blanca y ojos claros pero jamás la atendían); me dijeron lo bien que a ella le hacía mi presencia. Pero entonces les anuncié que yo ya me iba a ir, que ya había terminado mi proyecto, que tenía que regresarme. Me dijeron que estaba bien, que “vaya biem”, pues qué le iban a hacer.

 

Pocos días después yo estaba preparando mis maletas. Se me acercó como siempre llevándome algo en una bandeja: cuando no era un “kiwi” era un salbute o una rebanada de “Brazo de Reina”, que siempre le llevaba una vecina. “Hoy no, doñita, estoy llena” –le dije. “Anda, no has comido nada” Yo podía devorarme el puerco entero y para ella nunca había comido yo. Siempre me andaba embutiendo de platillos: frijol con puerco (los lunes), guisado de chaya (los martes), relleno negro (los miércoles), chocolomo (los jueves)… y así. Ya no recuerdo bien el orden de los platillos; sólo recuerdo los ocho kilos que tuve que bajar cuando llegué a México. Su cara estaba muy triste, me sentí muy mal. La verdad es que me había involucrado en algo que no alcanzaba yo a entender muy bien. Para mí todo era aventura, experiencia pasajera; para ella era una herida latente en su corazón. Se me ocurrió invitarla al malecón de Progreso para dar la última vuelta juntas. Pensé que con el paseo todo iba a mejorar. Agarré mi vochito y me la llevé, como otras veces, oyendo a Pink Floyd, que era el que más se me antojaba, no sé por qué. 

 

La carretera estaba muy rara, más naranja que nunca. El Sol brillaba en todo su esplendor. El aire cálido entraba por las ventanas. Su cabello de algodón plateado flotaba. Disfrutaba ella de esa música que decía le recordaba yo porque le sonaba a un mundo extraño. Ella siempre decía que yo venía de un mundo raro, muy distinto al de ella, y le gustaba. A cada rato alababa mi libertad así como mi forma de ser. Pensé en ese momento que iba a extrañar mucho sus toquidos mañaneros para despertarme, avisándome que ya estaba dispuesta la mesa: tapado el plato con un mantel, tapado el vaso con otro; puesto el pan a un lado, puesta ella al otro; checando que todo  me  lo  acabara,  hasta  el  último  bocado.  Cuántas  veces –recordé en ese instante– cuántas veces tuve que engañarla para tirar algo de mi comida. Y siempre le decía que le agradecía mucho su platillo, aunque hubiera visto antes en él nadar cosas extrañas. De las cucarachas me encargaba yo: puse en la entrada de todas las puertas, en cada rincón, abajo de cada mueble, atrás de la única cama –que era donde dormía yo– cosas para matar esas bestias: polvos, plantillas, cajitas de no sé qué… lo que fuera. Las veía y vomitaba yo, y, sin embargo, así comí, así dormí, junto a ella que se había acostumbrado a verlas. Sonreí pensando en su magia para disminuir todo: “Nena, no es más que un alacrancito, mira, no te hace nada… Tómatelo, ya estaba muerta cuando andaba ahí… Es un poquito de grasa, no te va a caer mal… Embárrate esto, con esto se te va a quitar… Nomás no te muevas hasta que se vaya…” Volteé a mirarla para preguntarle si comprábamos unas "chevas" para tomárnoslas en la playa. Y estaba como aquella vez en la hamaca, sólo que más encogida ahora. Únicamente porque la carretera es recta, muy recta, no me estampé en ningún lado. Hacía más calor que nunca y recuerdo que sentí hielo en las venas. La vi sonreír, eso sí, lo juro, la vi sonreír, y ya ni me acuerdo cómo pude llegar de vuelta a la ciudad y llamar a sus familiares y ponerme a llorar con ellos.

 

Ahora aquí, en la capital, en donde no hay "chevas" (porque una cerveza aquí nunca es una "cheva"), flamboyanes, chayas, trovas, historias y viejitas mágicas, me pongo a pensar si no debí haberla llevado hasta la playa, a esperar que una ola, “su” ola se la llevara. Quizás por ahí andaba su amor, esperándola, para hacer por fin –juntos– su castillo de arena.

 

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Comentarios

  • Al contrario, gracias por permitirme expresarlas y que a alguien le gusten. Es una inmensa satisfacción tener este tipo de intercambios. ¡Muchas gracias!

  • gracias por compartir tan bellas y sentidas palabras !!

    UN ABRAZO !!!

    Y BENDICIONES

  • Me encantan las historias, fue muy amena, me gusto. Yo creo que en alguna ocasion tambien rechace a alguien por alguna razon no precisamente descriminatoria, pero el asi lo sintio. Era solitario, tenia muchas arrugas en la cara, despues me entere que habia sufrido quemaduras , ignoro el resto y una familia lo adopto. No fue intencional, simple y llanamente no lo amaba, solo me habia acercado a el porque nadie lo hacia y queria que no se sintiera rechazado por los compañeros de la prepa, era mucho mas grande de edad, tenia 26 años, en comparacion con el resto que andaban entre los 16 y 18 años. Se fue de la prepa y no lo volvi a ver .

  • que maravilla, mil gracias por compartir, lástima que siempre existirán los desamores por "clases" sociales.

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