Lo importante es obtener el resultado… ¿o no?

Tras los gloriosos reconocimientos y menciones honoríficas del kinder, en primaria y secundaria nunca fui un estudiante de dieces; primero la situación en casa y después el divorcio de mis padres, generaron la suficiente inestabilidad y turbulencia como para afectar mi rendimiento, o por lo menos, eso quiero creer.


En prepa le retome el gusto al estudio, pero la hormona y la fiesta eran demasiado como para aspirar a puros dieces, si bien las materias que me gustaban tenían el privilegio de mi esfuerzo y por ende buenas calificaciones, el 10 cerrado no era el común denominador de mi boleta.


Fue en esa época de incursión en la educación “mixta”, en la que ciertas creaturas del imaginario estudiantil comenzaron a tener un peso específico en mi vida diaria: las matatenas.


Esas chicas de record escolar perfecto y aparentemente escasa vida social, que eran puestas una y otra vez por maestras y profesores, como ejemplo para el resto de nosotros, zanganos mortales, incapaces de alcanzar las albeas cumbres del 10 en todas las materias.


Ese grupo selecto que simplemente desaparecía durante el período de exámenes finales, gracias a su maravilloso promedio de todo el año. Uno no podía menos que suspirar, pensando en el par de semanas vacacionales adelantadas a que ese selecto grupo se había hecho acreedor, mientras uno arrastraba el lápiz penosamente en algún examen.


Ese encanto dio un giro inesperado durante la carrera.


A los 19 años quedé huérfano, así que durante semestres me deslice de generación en generación, tratando de ahorrar para el pago del siguiente semestre, ir al súper, a la lavandería, y demás etcéteras.


Finalmente, en la que sería mi tercera generación, confluyeron un grupo de 5 chicas, a las que precedía su fama, todas procedentes de colegios femeninos, que pronto se ganaron precisamente, el mote de “Las Matatenas”, todas encantadoras, con cuadernos de apuntes intachables, asistencia perfecta, memoria fotográfica y un apabullante 10 de promedio general.


Pero ya en universidad, no solo se trata de exámenes perfectos, los trabajos “prácticos” comenzaron a aparecer por ahí del 4 to. semestre, que fue cuando yo “caí” en esa generación, y algunos “peros” comenzaron a aparecer.

 

Me toco en distintas oportunidades hacer equipo con al menos tres de ellas, y para mi sorpresa, lo que en los exámenes se convertía en dieces, distaba mucho de ser la norma lejos de las aulas. Sabían de memoria la mayoría de la información, pero al momento de aplicarlo, mucho de su conocimiento, se convertía en algo ininteligible, que simplemente no podía aplicarse en la realidad.

 

Por supuesto, el “conocimiento” ahí estaba, no así la comprensión de para que servía o como se utilizaba. Es decir, había con que hacer una presentación impecable, con un sinfín de bellas ilustraciones, definiciones complejas y un orden precioso en el cuaderno… si eso había que salir a aplicarlo “en campo”… era otra historia.

 

Esto ha sido una constante que he presenciado reiteradamente durante mi vida adulta, lo que debería ser una herramienta de apoyo para lograr un objetivo, acaba ocupando el lugar del objetivo, y la verdadera meta se pierde.

 

La finalidad del estudio no es tener buenas calificaciones, sino preparar a la mente para enfrentar cualquier problemática, saber donde obtener la información pertinente y, finalmente, como aplicarla para obtener una solución. Otorgar una calificación debe ser solo una forma de reconocer esa preparación y estimular esa actitud en la mente, para seguir en esa dirección.

 

De igual forma, lo he visto en otros ámbitos, hemos creado una cultura “resultista”, en la que indistintamente de en que estemos, lo importante es el resultado, desdeñando el proceso y los medios, por ende, desdeñando la formación, el crecimiento y el aprendizaje de dicho proceso.

 

Así por ejemplo, en el comercio lo importante es aumentar las ventas y el beneficio de la compañía, no el crecimiento de la misma y su personal por desarrollar una labor de utilidad para el prójimo en el que, además, puede desarrollar sus habilidades y crecer.

O la “mejora” constante del producto y su posicionamiento en el mercado, está muy por encima de la satisfacción real de una necesidad del cliente… se trata de crearle una necesidad a dicho cliente, no de satisfacer la que tiene.

 

Lo triste de esta situación, es que ha permeado de tal manera en nuestro “inconsciente colectivo”, es decir, se ha instalado de tal forma en nuestra cultura, que ya es parte de nuestra manera personal de actuar, así al convivir en pareja o familia, lo importante ya no son las relaciones o la convivencia en si, si no toda la parafernalia que podemos generar a su alrededor, la casa, los coches, las vacaciones o el guardarropa acaban significándose muy por encima de la gente que nos rodea.

 

Las relaciones de pareja y los matrimonios no son importantes por las familias que generan, las experiencias y vivencias compartidas o el proyecto de vida común, si no por la casa, los coches y los viajes que se pueden tener, así como las escuelas, la ropa o los restaurantes a los que se puede asistir.


Pero Navidad siempre puede ser una época para detenerse y reflexionar…

  • ¿Para ti que es más importante, ser o tener?
  • ¿Trabajas para vivir o vives para trabajar?
  • ¿Cada día es una oportunidad para hacer sentir importante a la gente que amas?
  • ¿Tu vida en pareja, familia y sociedad es una afirmación constante sobre que es lo que más valoras en tu existencia?
  • ¿El resultado que buscas se mide por las sonrisas, los besos y las caricias con los que amas? ¿o  tu resultado es medible por costos, marcas y cantidades?


Después de todo la felicidad es algo que puedes tener, pero no poseer…


Feliz Navidad y próspero 2011!

 

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