LAS PALABRAS TAMBIÉN SON IMPORTANTES EN EL 2017

 

 

En las recientes celebraciones de fin de año acudí, con enorme gusto, a una reunión que tradicionalmente realizamos un grupo ampliado de amigas de hace muchos años para intercambiar novedades y desearnos parabienes para el futuro.

Todo empezó muy bien, pues estábamos haciendo un recuento de nuestras satisfacciones y logros del año que se iba, a la vez que apuntábamos nuestros buenos propósitos para el ciclo anual que pocos días después se iniciaría.

Nuestro encuentro trascurría muy gozoso hasta que de pronto una de las contertulias se alteró, su gesto se descompuso: nos hizo notar que nuestro diálogo le parecía insulso y frívolo, y en un arranque de mayor voltaje y hostilidad incomprensible nos calificó de bellacas.

De inmediato el ánimo en el encuentro decayó, aunque la “ofendida” fue la primera en retirarse minutos después de su ataque de indignación, de modo que pronto se recobró en alguna medida la armonía que había reinado durante la velada.

Pasado el momento incómodo, nos miramos unas a otras, estupefactas, extrañadas por esa reacción, y más aún por el adjetivo que la ya ausente nos había aplicado. Por fortuna, al final todas nos dimos el abrazo, nos intercambiamos buenos deseos y nos fuimos muy felices.

Sin embargo, llegué a la casa con la inquietud y no resistí la tentación de acudir al diccionario para tratar de aclarar el significado de esa expresión que sonaba tan ofensiva. Y, ¡oh sorpresa!, como solemos decir, encontré que, según el Diccionario de la Real Academia Española, bellaco tiene tres acepciones: 1. Malo, pícaro, ruin; 2. Astuto, sagaz, y 3. Dicho de una caballería: difícil de gobernar.

Vi esos significados y, la verdad, no entendí el motivo de que aquella conocida nos llamara de esa manera. Pensé: a lo mejor ella conoce otra acepción del término. Así que, curiosa como soy, opté por buscar también la definición que da el Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Y, bueno, ahí encontré una definición más extensa, que no voy a reproducir aquí por razones de espacio, pero entre las nueve acepciones del término –incluidas las que ya mencioné– me llamó la atención la que señala: Persona excitada sexualmente; animal en celo; referido a persona, dada a la lujuria. Y también aquella que dice: Persona que usa sus habilidades para su provecho y en detrimento de otros.

Más que estremecerme el hallazgo, provocó en mí el deseo de analizar cada uno de los significados de tan dominguera palabra para ver si tenía alguna vinculación con nosotras o, por lo menos, con alguna de las presentes en la reunión. Después de un breve repaso mental, concluí que difícilmente era aplicable a cualquiera de las que ahí estábamos

En efecto, obviamente ninguna de nosotras es mala, pícara o ruin (aunque algunas, con legítimo orgullo, se considerarán astutas y sagaces, pero nunca de manera abusiva). Tampoco somos animales difíciles de gobernar, a menos que se tratara de Las yeguas desbocadas, el maravilloso y reciente libro de Lupita Loaeza. De las otras acepciones del término, mejor ni hablar, porque la asociación con nosotras suena descabellada.

De cualquier manera, me quedó un sabor amargo porque me di cuenta de que así haya sido vano e improcedente, esta amiga usó el adjetivo con un afán agresivo y descalificatorio.

Y no pude evitar remitirme a las perspectivas religiosas, ya sea del cristianismo o del budismo, en torno a las ofensas y malas palabras que salen o pueden salir de nuestra boca. Así, en la Biblia se nos dice que en nuestra boca está el poder de la vida y de la muerte, “así que hablaré palabras de bendición y no de maldición. Mi boca no será prestada para expandir rumores, críticas destructivas, mentiras o falsas profecías de desastres o tribulaciones”.

Por su parte, el budismo, con su sabiduría profunda, también nos alerta al respecto: “Nunca subestimes el poder de las palabras. Ellas son mucho más que sonidos. Las palabras que usamos y escuchamos moldean la mente para convertirse luego en pensamientos y acciones. Préstales atención, porque el significado y la intención que exista detrás de ellas marcará tu experiencia de vida. Sumérgete en palabras cargadas de rencor y en poco tiempo estarás con el resentimiento hasta el cuello. Elige palabras amorosas y verás que todo fluye de manera más armónica”.

Desde una visión laica, recuerdo lo que se establece en el argot de la política: cuando una persona en lugar de ofrecer argumentos reparte insultos y descalificaciones, ha perdido la brújula, la claridad mental y la capacidad de dialogar.

Tras de esta fugaz reconsideración de los hechos, sonreí de nueva cuenta, como aquel día lo hicimos todas tras el desplante de nuestra conocida, sin burla ni indignación alguna, pues no valía la pena llegar a ese grado.

Sin embargo, mi recomendación siempre será que cuidemos lo que decimos y, en la medida de lo posible, que estemos muy conscientes de qué significan nuestros decires.

Si acaso, agregaría que más vale abrir el diccionario y cerrar la boca para no parecer ni ser un bellaco.

 

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