LA CRUZADA DEL ÉBOLA

 

Así como a mediados del siglo IX se hablaba de que un fantasma recorría Europa –en alusión al comunismo–, ahora podríamos afirmar que la sombra de una enfermedad mortal y aún sin cura amenaza al planeta.

Se trata de un padecimiento altamente contagioso y de consecuencias funestas, pues su tasa de mortalidad es del 90%. Me refiero, por supuesto, al ébola, enfermedad infecciosa viral aguda que produce fiebre hemorrágica en humanos y primates, y que ha tenido un repunte en las últimas semanas en varios países de África Occidental, lo que ha despertado una enorme y justificada preocupación en todo el mundo.

El problema empieza por el difícil control de este mal, pues no existe todavía un tratamiento o vacuna para la enfermedad hemorrágica del Ébola, como se le llamó en un principio. Se sabe, sí, que se deriva de diferentes cepas, que se han detectado lo mismo en macacos que en gorilas y otros primates, aunque la versión más recurrente apunta a un tipo de murciélago como huésped natural del virus en África.

El nombre de esta enfermedad proviene del río Ébola, en la República Democrática del Congo (antes Zaire), debido a que fue en una aldea cercana a ese río donde se dio, en 1976, uno de los primeros brotes epidémicos provocados por el virus.

Sus principales manifestaciones son, de acuerdo con información de la Organización Mundial de la salud: aparición súbita de fiebre, debilidad intensa y dolores musculares, de cabeza y de garganta, lo cual va seguido de vómitos, diarrea, erupciones cutáneas, disfunción renal y hepática y, en algunos casos, hemorragias internas y externas. La transmisión del virus de persona a persona ocurre por el contacto directo o indirecto con sangre y otros líquidos corporales.

Como decía antes, los primeros casos de la enfermedad se remontan a los años setenta del siglo pasado. A mediados de la década de los noventa hubo nuevos brotes y desde entonces se ha presentado cada uno o dos años, sobre todo –pero no solamente– en el Congo y Uganda. El brote actual, que comenzó en marzo pasado en Guinea, y se ha extendido a Liberia y Sierra Leona, ya ha dado lugar a cerca de 2800 casos y cobrado la vida de más de 1300 personas.

Hasta ahora el mal no ha rebasado las fronteras del continente africano, pero es tan contagioso que nada asegura que permanezca circunscrito a esa región, y menos aún se prevé su erradicación al corto plazo. Ya diversos organismos internacionales vinculados a la salud pública han establecido un estricto cerco para evitar una epidemia que tendría gravísimas consecuencias en el orbe.

La desesperación es tan grande que la propia Organización Mundial de la Salud ha señalado que es éticamente aceptable la aplicación experimental de medicamentos, en especial sueros, con la idea de encontrar un pronto remedio para este grave padecimiento.

Algunos extranjeros que contrajeron la enfermedad en África fueron trasladados a sus países –con todas las precauciones del caso para no propalar el contagio– a fin de ser atendidos, y si bien la medida fue inútil en el caso de un misionero español, pues se registró su fallecimiento, hubo ya dos casos de éxito que alientan las esperanzas de lograr controlar e incluso prevenir la enfermedad. Se trata de dos estadounidenses, un médico de 33 años y una enfermera de 59, que adquirieron el ébola en Liberia, cuando laboraban en la atención de enfermos de este mal. Ambos fueron trasladados a una clínica de Atlanta, donde se les dio tratamiento con un suero experimental, que resultó exitoso: el pasado jueves 21 el mundo conoció la noticia de que ya habían sido dados de alta pues estaban totalmente libres del virus.

Por lo que toca a México, se nos ha dicho que afortunadamente aquí no hay vestigio alguno de tal enfermedad, lo cual no quiere decir que dejemos de actuar con toda conciencia y un gran sentido preventivo en aeropuertos o terminales portuarias, donde pudieran darse contactos con viajeros provenientes de los países donde se ha manifestado el brote reciente.

Y muy importante será que confiemos en la ciencia, por lo que esperaríamos que los centros de investigación más importantes del mundo sostengan una comunicación e intercambios eficaces y permanentes, sin egoísmos –y ya no digamos afanes comerciales en aras de conseguir patentes–, de tal suerte que los intereses particulares se sometan al interés público, hasta llegar a una solución pronta y de fondo contra la enfermedad del Ébola, por el bien de toda la humanidad.

 

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