EL CAMINO CORRECTO

Cuando era adolescente me inspiraban grandes sueños. Quería cambiar el mundo, ser libre, viajar, conocer diferentes lugares del mundo, culturas y la gran variedad de personas que las integran. Sentía un entusiasmo tan grande que, a los quince años, le conté a mi padre mis planes: recorrería el mundo con una autocaravana, pintaría cuadros y escribiría poemas para ir cubriendo gastos. Naturalmente, a mi padre aquello le pareció una locura de adolescente y me dijo que la vida se encargaría de abofetearme con la fuerza suficiente como para hacerme despertar y encontrar el camino correcto; que ya hablaríamos más adelante. El nunca me golpeó físicamente pero sí me dijo que le había decepcionado; que esperaba mucho más de mí. Eso me llevó a dudar de mí mismo, de mi cordura e inteligencia.

Tres años después él murió de forma inesperada y me tocó ocupar su lugar para mantener a mi madre y mis hermanos, continuando con un pequeño negocio que estaba desarrollando, Su muerte precipitada no le permitió cumplir con sus sueños capitalistas y las circunstancias me obligaban a seguir yo con ellos. Entonces me pregunté si serían esas las "bofetadas" a las que él se refería.

Yo era un estudiante universitario sin preocupaciones hasta ese momento, pero el giro de las circunstancias pulverizó en quince días mis sueños. Entonces me esforcé por seguir el camino adecuado y trabajar para conseguir dinero, aunque no me gustara aquella forma de vida; ya no podía permitirme pensar sólo en mí.

Me sentía filósofo, poeta y artista, pero en ningún modo era un hombre de negocios. Por otra parte, era absolutamente tímido e introvertido, lo que no me ayudaba mucho para responder ante el destino. Pero me consideraba feliz. Todos los días practicaba la meditación, buscando inspiración ante las dificultades. Y me funcionaba. Siempre se me ocurrían ideas. Ganaba dinero, tenía una camioneta para transportar mercancías según los pedidos de mis clientes y aprovechaba para hablarles de filosofía e incluso venderles algún cuadro, de vez en cuando. Entonces recuperé la confianza en mí. Comencé a sentirme un auténtico triunfador.

Por ese tiempo, también las circunstancias me obligaron a superar lo suficiente mi timidez como para hablar en público. Muchas personas me decían, en los grupos de meditación que frecuentaba, que les gustaban mis ideas; especialmente, debo confesarlo, las mujeres. Mi filosofía libertaria me inclinaba a ser partidario del amor libre y expresar con naturalidad lo que brotaba de mi corazón. De alguna manera, las palabras brotaban de mi boca, gustando a todos los que me escuchaban.

Un día me encontré, en un almacén de útiles para oficina, al que fui buscando material para el negocio, con una niña de unos cinco años. Se me quedó mirando, mientras esperaba y me dijo: "quiero conocer a tus hijos". Yo en ese momento tenía poco más de diecinueve años y ni se me había pasado por la cabeza la idea de crear una familia propia. Pero las palabras de esa niña me transformaron; me hicieron reaccionar de manera extraña. Continuamente veía esa escena en mi imaginación, aunque nunca más volvía a ver a la niña. Así fue como pensé que tenía que casarme y tener un hijo, de manera urgente.

Hice mis cálculos, cambié mis creencias y me propuse conquistar una nueva vida. A los veintiún años me casé y a los veintidós era padre. Me sentía capaz de conseguirlo todo. También seguía con el negocio de la familia y mantenía a mi madre y mis hermanos. Era estudiante, empresario, hijo de viuda y estaba casado. Estas condiciones me hacían dejar de ser candidato para el servicio militar obligatorio, lo que me llevó a tomar la decisión de no seguir pidiendo prórrogas por estudios. Como consecuencia, me llegó una citación para incorporarme. Así debía comenzar mis alegaciones para que me dieran la exención. Pero la carta llegó en la época de Navidad y las dependencias oficiales estaban cerradas por vacaciones. No pude reunir a tiempo los documentos justificativos necesarios. Otra vez las circunstancias se me imponían.

En el mes de enero me presenté, para no quedar como desertor y complicar más el proceso. Lo tramitaría desde dentro. Aún no me había convertido en padre. A mi hija le quedaban un par de meses para nacer. Pero me aseguraron que debía tener confianza; todo estaba a mi favor. Preparé mínimamente a mis hermanos para que atendieran el negocio familiar provisionalmente. Mi destino militar se encontraba en las islas canarias, a varios miles de kilómetros de Madrid. ¿Serían de nuevo las bofetadas de la vida?, pensé.

Me lo tomé como la oportunidad de disfrutar de unas vacaciones a cuenta del Estado. Seguía meditando cada día y el optimismo me guiaba. La vida no dejaba de sorprenderme. Pero la vida en el cuartel era muy diferente a lo que yo me había imaginado. Sin embargo, mis habilidades artísticas me hicieron ganarme, por casualidad, la estima del capitán. Me encargó hacer un mural para decorar las paredes, a cambio de librarme de otras tareas. Y en ello estaba, tramitando mis papeles y pintando, cuando en los primeros días de febrero recibí una llamada urgente: mi esposa estaba de parto. Me pedían autorización para hacerle la cesárea porque había complicaciones. Se había adelantado un mes a la fecha prevista. Estaba desconcertado. ¿Qué podía hacer yo, estando tan lejos? Autoricé a los médicos para que hicieran lo que fuera necesario y también llamé a mis compañeros de meditación, para colaborar de alguna manera.

El capitán me concedió un permiso especial de inmediato, con el compromiso de regresar para terminar el mural que estaba pintando. Al día siguiente, salía en avión hacia Madrid. Pero no fue necesario hacer ninguna intervención quirúrgica. Como si se tratara de un milagro, después de muchas horas de haber roto las aguas y estar el parto detenido, mi hija salió como disparada, media hora después de recibir la llamada. El médico no daba crédito. Aunque se alegró muchísimo.

Ya en Madrid, unos amigos me habían conseguido una entrevista con un coronel del ejército, que me aseguró que se encargaría de resolver mi situación; que regresara al cuartel para terminar el período de instrucción y después regresaría definitivamente a Madrid. Todo estaba de nuevo, sorprendentemente bien. Pero la vida me estaba preparando muchísimas más sorpresas, que en ese momento no era siquiera capaz de imaginar. La más inmediata, el 23 de febrero, un levantamiento militar al día siguiente de terminar mi período de instrucción. Mi primera noche como soldado español juramentado la pasé durmiendo con un casco de infantería y esperando la orden de salir a la calle para respaldar el Golpe de Estado.

En resumen, me sentí, obligado por las circunstancias, a renunciar a las previsiones que yo me había hecho en muchísimas ocasiones. La vida se me imponía contundente. Pero aproveché cada ocasión que se me presentaba para seguir, de alguna forma, con la esencia de mis sueños. Hubo y sigue habiendo continuos obstáculos, pero nunca desistí. Con el tiempo, puedo constatar que cumplí con mis deseos adolescentes y con otros más. Viajo, vivo de mis obras sin tener que ocuparme de negocios con los que no sintonizo y algunas personas, en diferentes ciudades y países de Europa y América, principalmente, me aseguran que conocerme cambió su mundo. De una forma diferente a lo imaginado, logré mis metas. Muchas veces se torció lo que consideré que era "el camino adecuado". La realidad es que éste no se traza con empeños y creencias. La vida nos sorprende siempre con su sabiduría si sabemos escuchar y tener confianza. Esa guía certera se encuentra en el pálpito del corazón, aunque nuestra razón suela tener serias dificultades para comprenderla y nuestra ignorancia a veces nos haga creer que somos víctimas de la mala suerte. El camino correcto es el que recorremos desde la confianza, entusiasmo y creatividad que nos hace sonreír con ternura cada día.

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